Qué hay detrás del (millonario) fenómeno de los NFT y cómo está revolucionando el mercado cultural

PoderLa última revolución del mundo del arte son las obras digitales acuñadas en ‘NFT’, un sistema que certifica el origen y el historial de cada pieza. Contratos inteligentes muy relacionados con las criptomonedas que han catapultado a autores semidesconocidos.

Por JAVI SÁNCHEZ

El día 11 de marzo de 2021 un pseudónimo no muy conocido fuera de los circuitos del arte digital, Beeple, se convirtió en el tercer artista vivo más cotizado del mundo, tras David Hockney y Jeffrey Koons. Y lo hizo gracias a un collage, The first 5000 days (Los primeros 5.000 días), que nadie puede tocar, pero todo el mundo puede ver, copiar o reproducir online. Usted podría guardar una copia de la obra, indistinguible del original, en su ordenador o su móvil. Y, sin embargo, en una subasta en Christie’s, el collage se adjudicó por 69.346.250 dólares (unos 57 millones de euros). Un comunicado de Christie’s presumía de haberse convertido en la primera gran casa del mundo del arte en subastar “la primera obra de arte puramente digital y basada en NFT”. El arte digital y su venta hace décadas que no es ninguna novedad, pero esas tres letras, NFT, eran las que habían propiciado la locura.

Descifrando las siglas

NFT son las iniciales de uno de los nombres más aburridos imaginables, Non-Fungible Tokens (algo así como “fichas no fungibles”, una denominación con la que nos quedamos igual que antes) para una revolución que, hoy en día, se está extendiendo por el mundo de los inversores de criptomonedas, coleccionistas de arte, algún que otro gurú de Internet, marcas de todo tipo, deportistas… La NBA los ha usado para vender cromos digitales únicos por valor de más de 200 millones de euros. Antes de la subasta de Beeple, la cantante Grimes —pareja de Elon Musk— había vendido creaciones suyas por casi cinco millones de euros. Después de Beeple, el creador de Twitter, Jack Dorsey, vendió su primer tuit como NFT por 2,5 millones de euros. Leo Messi acaba de lanzar unas obras de arte digitales con los mejores momentos de su carrera para vender como NFT con las que espera recaudar millones de euros. El mercado de estos bienes ha pasado de unas pocas decenas de millones de euros en 2020 a 2.300 millones de euros en la primera mitad de 2021. Y sigue subiendo.

El nombre tiene relación con otra de esas cosas aparentemente incomprensibles de Internet: los blockchains, de los que el gran público tuvo constancia durante la primera fiebre del oro de las criptodivisas, con el bitcoin a la cabeza. Que, simplificando mucho, son gigantescos registros online que nadie (en teoría) puede hackear ni alterar donde quedan apuntados los cambios de mano, ventas y derechos de sus bienes: los tokens, que es como se llama en el argot desde un trocito de bitcoin hasta un contrato digital. En el caso de los NFT, lo de “no fungible” viene de una vieja definición legal, que en nuestro Código Civil quedó escrita por primera vez en 1889: los bienes no fungibles son aquellos únicos y singulares, que no pueden ser reemplazados por otros. Por ejemplo, el Guernica de Picasso. Si mañana le pasase algo, no podría ser sustituido. No hay nada igual. La combinación de ambas ideas (obras de arte/ objetos únicos y un registro gigante online de contratos, certificados y propiedades) es la base de los NFT. No hace falta entender el concepto para poder invertir en ellos. Tampoco hace falta que sean “obras de arte”: el tuit de Jack Dorsey es el ejemplo perfecto. Dorsey sigue teniendo su cuenta de Twitter, y el comprador (Sina Estavi, un millonario del mundo de las criptodivisas afincado en Asia, como casi todos los grandes inversores actuales) no tiene más acceso al tuit que buscarlo en Internet y verlo. Lo que tiene, tras haber comprado el NFT, es un certificado inmutable, encriptado y único que dice que Jack Dorsey le ha vendido a esa persona la propiedad de ese tuit. Sería como comprarle al Estado español la propiedad del Guernica, pero sin poder gestionar el cuadro, ni sacarlo del museo y, si quiere verlo, tiene que pagar entrada y hacer cola junto al resto de visitantes. No es algo que eche para atrás a los grandes inversores actuales. “De momento son casi todos asiáticos y relacionados con el mundo de las criptodivisas”, nos cuenta Luis Gasset, general manager de nuestra casa de subastas más veterana, Ansorena. “Apuestan, como pasó con el bitcoin, a que va a haber una revalorización de los NFT, un mercado que ellos mismos alimentan”. Los compradores de la obra de Beeple, los multimillonarios indios afincados en Singapur Vignesh Sundaresan y Anand Venkateswaran, también responden a este perfil: son dueños de una de las grandes plataformas del mundo cripto relacionada con los NFT. Y lo que han comprado es el certificado de propiedad de la obra, no la obra en sí (que en este caso además comprende 5.000 obras de arte más pequeñas: las que Beeple fue publicando a diario en sus redes sociales).

Qué hay detrás del (millonario) fenómeno de los NFT y cómo está revolucionando el mercado cultural

Pero las marcas también quieren jugar un papel en este mundo. Gucci ve “solo cuestión de tiempo” adentrarse en el mundillo (ya está experimentando con zapatillas virtuales, bienes digitales de sus accesorios más famosos y otras aproximaciones al NFT) y Louis Vuitton lanzó recientemente un videojuego para móviles donde unas de las recompensas eran los primeros 30 NFT de la casa. El caso de la NBA indica por dónde podrían ir los tiros: convertir los tokens en algo único, que haga que un simple cromo digital (una recopilación de los momentos irrepetibles de la semana) tenga el valor añadido de la exclusividad. El equivalente a ir al parque a cambiar cromos y que cada cromo fuese único, porque en el sobre donde se compró viene un papel que dice que es tuyo y de nadie más. Hasta que se venda y quede registrado el cambio.

Porque, dependiendo de cómo esté configurado el “contrato” del NFT, puede que la NBA o Beeple o Jack Dorsey se lleven un porcentaje automático cada vez que el cromo o la obra de arte o el tuit se revendan; uno de los mayores atractivos para los creadores y propietarios de contenidos, a los que por una vez la especulación y el mercado de segunda mano pueden beneficiar directamente. Esa es otra clave de la revolución NFT: todo el mundo quiere ser parte del proceso porque todo el mundo puede verle el beneficio económico. Los defensores del NFT anticipan que para los artistas puede ser la mayor revolución desde el pago de derechos de autor. Y en la fiebre actual cabe todo: memes de Internet vendidos por cuatro millones de euros un día (el caso del Doge, un chiste con perros del Internet pretérito) y que poco después se revalorice hasta valer más de 200 millones de euros con una cooperativa de entusiastas repartiéndose la propiedad. Lo que explica que artistas consagrados como Damien Hirst se hayan lanzado a la aventura sin dudarlo. En el caso de Hirst, subastando 10.000 puntos de colores, cada uno con su certificado NFT indicando quién era propietario de su obra. Un lanzamiento que demostró que hay tirón para rato: a la subasta se presentaron más de 64.000 posibles compradores cuando solo estaban a la venta 10.000 puntitos. De momento, como pasó con el bitcoin hace unos años, el NFT es un fenómeno febril: todo el mundo quiere apuntarse, las ventajas son evidentes para todas las partes, y la bestia es alimentada por los propios inversores. Gasset destacaba que, en el caso de los compradores de la obra de Beeple, la publicidad gratuita para ellos (recordemos, propietarios de una plataforma de compraventa de NFT) ya valía buena parte de lo que habían pagado por la obra.

Aprender a convivir

Para Christie’s, esa subasta también fue un buen golpe de efecto. Una de las promesas asociadas al NFT es su carácter disruptivo: un mundo en el que los galeristas, las grandes casas de subastas y los marchantes sobrarían, basándose en el viejo (y relativamente falso) adagio de que en Internet no hacen falta intermediarios. La realidad, como hemos visto en estos meses, puede que tenga un poco de ambas partes. El mejor ejemplo lo tuvimos en la extraña ceremonia de los Oscar de este año, donde la organización pensaba rendir tributo al fallecido actor Chadwick Boseman. Entre las ideas que se adoptaron para la noche de la ceremonia se encontraba una bolsita con regalos para los asistentes en la que se incluía la opción a participar en la subasta de un busto tridimensional del actor con una capa digital dorada. Si la idea ya era de dudoso gusto, el resultado no desentonaría en una película de John Waters. Esa cabeza brillante virtual del fallecido Boseman se subastaba por un millón de euros, de los que 100.000 irían a parar al bolsillo del creador de la figura, el artista Andre O’Shea… hasta que se descubrió que la figura del autor ni siquiera era obra del artista, sino que la había comprado en una tienda de figuras digitales, por unos 40 euros, para luego añadirle el dorado. La subasta se suspendió de inmediato. Un aviso a navegantes que demuestra que en el NFT no es oro todo lo que reluce. Ha pasado en más ocasiones: denuncias de que Banksy ha vendido unas obras virtuales por NFT, que han tenido que ser desmentidas por el elusivo artista; o algún que otro caso en el que el NFT certificaba que a alguien le habían vendido algo que no era originalmente propiedad del vendedor. Para Gasset, los NFT llegaron para quedarse: “No podemos saber a qué velocidad se desarrollarán, pero en los próximos cinco o diez años seguiremos hablando de ellos en el mundo del arte”. En el caso de las marcas, la dificultad añadida es otra. De momento, algunas como Coca-Cola han celebrado subastas de NFT en colaboración con artistas, pero las obras ya demostraban uno de los problemas inherentes de meter en el mismo saco arte y producto: son pequeños clips, algo con lo que no se puede interactuar o usar.

Lo que explica por qué las firmas de lujo se lo están tomando con calma. Actualmente, lanzarse a los nifties (la pronunciación que le han dado en Internet a las siglas) consiste en poco más que vender una imagen o un vídeo digitales sin mayor aprovechamiento en el mundo físico. Mientras, las marcas de moda llevan años buscando cómo dotar de valor añadido al fenómeno digital. Gucci vendió recientemente unas zapatillas virtuales de realidad aumentada a través de la aplicación Wanna (especialista con la que ya han trabajado otras conocidas firmas). Por menos de nueve euros era posible adquirir un diseño único, sin correspondencia en el mundo real, y ver cómo nos quedarían a través de la cámara del móvil. Pero fue otro fenómeno el que indicaba a la marca (y al resto) cuál podría ser una buena forma de proceder. Roblox es un mundo virtual valorado en unos 40.000 millones de euros, habitado por cerca de 200 millones de usuarios, que cuenta con su propia moneda y economía, y donde es habitual la compra de “cosméticos”: accesorios que distingan a un jugador de otro. Allí Gucci lanzó hace unos meses su propio mercadillo de primavera con algunos de sus bolsos más famosos, que se vendieron por unos 10 euros. Pero la sorpresa vino después. Parte de los usuarios iniciaron una escalada de reventas que llevó a que algunos de esos bolsos superarán en precio a los referentes reales: un Dionysus con abejita, que hoy se puede comprar en el mundo físico por 2.590 euros, se revendió por más de 4.300 euros. Los bolsos no estaban registrados como NFT, pero pueden ser un indicativo de por dónde puede entrar el mundo del lujo en el fenómeno. Louis Vuitton ya ha optado por los videojuegos, ya sea con su propio título o diseñando skins para títulos de alcance mundial como League of Legends. La otra opción pasa por combinar ambos mundos, asociar NFT al producto real. Algo que ya se está haciendo con cuadros (donde el objeto físico viene acompañado del certificado digital) porque, recordemos: aquí lo importante es el certificado.