Las crueles

EL CUENTO POR SU AUTOR

La torre del fantasma es un edificio de Buenos Aires ubicado en La Boca, al que se le atribuyen presencias y manifestaciones espectrales. En varias notas, ninguna de confianza, se relatan con indolencia los acontecimientos vividos en el lugar. Según esas croniquillas, perezosas y poco documentadas, una pintora de nombre Clementina habría enloquecido ahí, por lo que resolvió tirarse desde uno de los balcones. Los responsables de su suicidio habrían sido ciertos seres dañinos, con forma de hongo, traídos desde el mediterráneo por la mujer que mandó construir la casa. En los canteros de cada balcón habían crecido esas criaturas malintencionadas que abusaron de su condición fantástica para penetrar a las muchachas de la señora, que desistió de semejantes escenas recluyéndose en el campo. Tras la huida, puso en alquiler el edificio sin advertir a la inquilina, que terminó, como sabemos, en la vereda. El deceso de Clementina habría provocado el diálogo entre mundos, a base de gritos y susurros, pero sin dirección de Bergman.

De esa tontería partí, porque no hay cuestión menor que no me atraiga. Muté los hongos, demasiado torpes, en flores crueles. Le robé una letra al apellido real de la señora. Le busqué otro a Clementina. Cambié los enrejados. Y como los abusadores suelen ser tipos muy poco imaginarios, introduje uno en la acción, si se me permite el verbo.

LAS CRUELES

Esos lirios del viejo mundo enloquecieron acá. La señora Arnaud los trajo en barco desde Francia. Se creía tan especial, que viajar con objetos finos le pareció poco y llenó un par de valijas con brotes dormidos. Flores altivas de sangre azul, que respiraron bien en el camarote del barco, donde la domestique las rociaba cada atardecer. Así dijo la señora. Ma domestique.

La furia alcanzó a las crueles en cuanto recuperaron la conciencia. Este mundo tan plebeyo y húmedo de Buenos Aires no les habrá resultado interesante. La casona de Grasse de donde provenían no se parecía en nada a este edificio esquinero con olor a puerto, que la señora había mandado reconstruir. Yo debía recibirlas en lugar de mi primo, el arquitecto.

La cocinera renunció en cuanto vio el barrio, que no era digno de sus ollas, dijo. El ama de llaves había quedado en Francia. Las tareas de la única doméstica eran varias. Debía atender la limpieza y el servicio mientras se ocupaba en despertar a las flores y plantarlas en los maceteros de cada balcón a la calle. Por fortuna, se me permitió conservar dos habitaciones en la planta baja. Un hombre siempre es de utilidad, dijo la Arnaud. Yo asentí. Me encargo del mantenimiento de las zonas comunes. Puedo ocupar el resto del tiempo en mis asuntos, sin pagar una renta.

Los lirios crecieron rápido, se trenzaron a las rejas de las ventanas, ávidos de colonizar. La flora autóctona de los canteros, unas clavelinas extenuadas, perecieron en cuestión de días. Las crueles se asimilaron a las plantas fantasmales de las rejas que imitan seres híbridos, seres de raíces indóciles y garras, en lugar de dedos. El gesto atroz, esculpido en hierro, se acopló bien a la violencia de las mediterráneas. Se trenzaron a tal punto que era indistinguible el metal de los tallos vivos. Pronto observé que en mi presencia las mediterráneas bajaban la cabeza. Bastaba con enseñarles la tijera para que temblaran. Soy criollo.

La doméstica vivió hasta la primavera, ni siquiera supe su nombre, pero tuvo tiempo de ver florecidas las plantas. Me había comentado de manera tangencial cómo se le cerraba la glotis desde su llegada, pero lo atribuía al cambio de clima. Murió la muchacha sin oponer resistencia, en su cuarto, desvanecida junto a la ventana. Yo había comprobado que la humedad la dejaba sin fuerzas, pero no imaginé que el tema de las flores fuera tan efectivo. Al fin y al cabo, eran de su país de origen.

Las crueles

Si la rocé fue pensando que dormía, le dije a la señora Arnaud, en la mañana. Ya eran las diez y el desayuno no había sido dispuesto. Hasta hoy no había tenido que tocar a ninguna doméstica, menos que menos, muerta.

Me acompañó a verla, desconfiando del deceso. Fue al sacudirla cuando un aroma dulce contradijo lo azulado de aquellos labios, y sus dudas. Señaló la señora, en la ventana, un tallo erecto de aquellos lirios que parecía más altivo de lo habitual. Era un misterio tieso, como de pestañas solas. Gritó, la Arnaud, sin mirar a la muerta de nuevo. Había un gesto impúdico en esa boca. El deseo parecía haberla sorprendido en mitad de la expiración. Como si la muerte hubiera interrumpido una cópula. O la muerte fuera eso, una cópula desesperada por interrumpir.

Tuve que sacar el cuerpo helado de la muchacha y subirlo a la terraza, según indicaciones histéricas. No avisemos a la funeraria, mejor no despertar sospechas. Quién creería que fue víctima de las flores, dijo la Arnaud. No vayan a tomarme por delirante.

Ardió esa noche la doméstica en pira improvisada, confundida con los asados dominicales de las casas linderas.

Tras el asunto, la señora se encerró en la torre y comenzó a hablar sola en francés. A los gritos. Llegué a pensar que tenía un amante escondido, pero luego entendí que culpaba a los seres de los balcones y los regañaba por la muerta. Que la había respirado, decía, que el humo había entrado por la boca y ahora la domestique residía en su pulmón.

No abría las ventanas ni la puerta de la torre más que para solicitarme agua a cualquier hora. Andaba descalza, además, sin asearse. Una puerca en celo parecía. En un mes perdió varios kilos, se deshacía en estertores. Desde una escalerita pude observar los restos intactos de comida en bandejas de plata, que se acumulaban por el suelo. Las moscas hacían su festín.

Un día ocurrió lo inevitable, la encontré junto al balcón de la ochava, abatida junto al entramado. Solitaria y terminal, los ojos en blanco. No respiraba. Una baba densa se escurría desde la comisura de los labios hasta la enagua, y de ahí al cantero. La arrastré hasta su cama de baldaquino. Casi la monto, por hacer algo acorde con la tragedia.

En breve, un nido de parientes sin fortuna desvalijó el departamento. Ni sabía de su existencia. Las alfombras, candelabros, vestidos y joyas se esfumaron. Ninguno se interesó por los balcones y su floración extraña. Tampoco se animaron a tocar la cama, donde la finada tuvo su velorio. Algo nauseabundo se dejaba sentir en el aire. Eso dijeron. El barrio no les parecía decente, aunque ellos provenían de las afueras de Palermo.

Enterraron a la Arnaud y, antes de oscurecer el tercer día, me dejaron el encargo de acomodar la vivienda para su venta. Entonces les advertí sobre rumores de encantamiento que circulaban entre los vecinos. Que la casa tenía fama de espectral y el asunto podía dilatarse. Que la doméstica se aparecía, que volaban tijeras, y la voz de la Arnaud se asimilaba a las bocinas de los barcos.

Por no acumular deudas mientras tanto, les sugerí alquilar. Me dieron el visto bueno. Acepté a cierta pintora pudiente que buscaba atelier en la zona, a la que ubiqué enseguida en la torre del tercer piso. Abandoné la zona de servicio y dispuse del resto de la vivienda para mí.

El verano sofocaba cada ventana, y por eso, mantuvo la torre cerrada hasta el anochecer del primer día. En cuanto bajó el sol, abrió las persianas de par en par, apagó las luces. Su silueta en paños menores por el piso casi vacío, salvo por la cama de la señora y los caballetes, era visible desde cada ángulo. No pude dormir pensando que su cuerpo era una especie de trampa, un llamado.

En la mañana, colocó bastidores, desarmó valijas. Los lirios, al igual que yo, no le quitaban la vista de encima. Los seres grotescos de las rejas, tampoco. La espiábamos, cada cual desde su lugar.

Clementina Castelar se metía a cada rato en la bañera. De noche le costaba dormir, daba vueltas en la cama de la señora.

Pareciera que el baldaquino se ahoga, dijo en voz alta una vez. Debe ser la brisa ácida del puerto, los olores de los barcos, la porquería. El capitoné parece un torso rosado, los flequitos, dedos largos o ramas de espino.

Dejó la cama, y a carboncillo se dibujó a sí misma atraída por la tela como un bicho frente a una flor. Desde los balcones, los lirios suspiraban organizando el daño. A los del enrejado les crecían las partes, se hacían más duros que el hierro del que estaban forjados. Así me pareció.

Cuando la pintora cayó dormida, las fragancias se concentraron. Estiraron sus dominios hasta el borde de la cama. Pensé en visitarla, pero me contuve. Quién soy yo para torcer el destino que las crueles disponen.

Sin embargo, al día siguiente encontré a la Castelar en la puerta de entrada. Subimos al ascensor y la noté vital, aunque la calle ardía. Me pidió prestada la tijera. Se la di. La imaginé tajeando sus bastidores, pero esa noche, al volver de cierto establecimiento, encontré en la vereda algunas yemas de los lirios más bellos. Habían teñido las baldosas con su baba. Un gato callejero lengüeteaba los bordes.

Clementina dibujaba de día y podaba de noche. En cada lienzo no hay más que carpelos amorfos imitando látigos o lenguas, angiospermos fatuos, así me dijo, haciéndose la entendida. Yo evitaba mirar sus cuadros, pero me pareció ver que un pubis se confundía con los motivos florales.

Decidí barrer lo que caía a la vereda. Cabezas descuartizadas parecían aquellas corolas de textura peluda. Estigmas rotos que daba miedo tocar. El gato de la primera vez estaba tumefacto.

Pero la verdadera batalla era olfativa. Los aceites y el óleo competían con el aroma de las crueles. Me pareció que los seres de las rejas se estaban volviendo lánguidos, quizás era el calor. Caían los ancianos de la cuadra, fulminados como algunos perros sin agua.

La señorita Castelar ya no se vestía ni para abrir la puerta. Recibía en una enagua paliducha. No sólo a mí, a cualquiera. La observaba a toda hora por no abandonarla a su impudor. Me generaba ansiedad que resistiera.

Ayer, al cumplirse dos meses de la muerte de la señora Arnaud, descubrí que las puertas de mis balcones se agitan solas. No es el viento. Los lirios se erizan de noche, pronto se duplicarán. No en altura. Están gruesos e inflamados. Han perdido color y ganaron peso. Retienen el agua o el odio, no sé. Chorrean un cuajo viscoso. Los vecinos esquivan nuestra vereda.

No eran ni las ocho, cuando la pintora me pidió que cerrara los balcones, se viene una tormenta. Seguí sus indicaciones de mala gana, luego me encerré en el comedor a la espera de que cayera como las otras. Por fin la casa quedará para mí.

Habrá pasado una hora, escuché un golpe fuerte. Imaginé que se había tirado desde el balcón a la calle, me contuve un instante. Subí la escalera, proyectando.

Pero al entrar a su estudio, descubro que las ventanas han sido abiertas. Ella, con la tijera en una mano y un par de crueles en la otra, la boca láctea, abierta, viene hacia donde estoy paralizado. Pone el pestillo de la puerta. Me solicita que muerda un lirio que asoma de su pecho. El aroma dulce me confunde. La torre hiede. Temo perder la razón o terminar en su lugar en la vereda. Roto y brillante como una flor amputada.